Hace años en una casa de algún lugar de éste país, en una pequeña aldea, detrás de las ventanas y cuando se corrían las cortinas y se bajaban las persianas había un infierno generado por uno de los habitantes y que se cernía sobre los otros.
Nadie sabe que pasa en una casa cuando nadie mira. Las personas mostramos rostros que no somos capaces de reconocernos a nosotros mismos.
Y allí, un lugar idílico a la vista de los demás, dos mujeres eran objeto de las bruscas iras y de las inseguridades propias del tercero.
La mujer no puede vivir en igualdad de condiciones, no puede llevar una falda de un determinado tamaño, no puede llevar los labios pintados, no puede arreglarse, no puede tomarse una copa, no puede salir con amigas (ya no vamos a decir nada de salir con amigos).
Mientras, después de una mañana de trabajo agotadora, él duerme la siesta (porque está cansado) y ellas tienen que recoger ropa, fregar, limpiar el polvo, etc… (porque esto no cansa: “te realiza”). Cuando el señor se despierta si no está todo a su gusto se puede desatar la guerra. ¿Con quién se puede desatar? Pues, con la mujer de casa que esté delante o con todas a la vez.
Si hay gente a comer en casa el señor se sienta a la mesa y considera que si hay algún fallo no es de él. La casa, la comida, la mesa es “cosa de mujeres”, que, por supuesto, no van a poder disfrutar en la mesa con los amigos (no van a sentarse en ella en ningún momento probablemente).
Solemos opinar con mucha facilidad de la personalidad de las personas en función de la “cara social” con la que salimos a la calle.